jueves, 19 de enero de 2012

Un templo del saber financiado con el juego y el tabaco

Felipe V era más devoto de las cartas entiéndase: sota, caballo, rey que de los libros. También era el duque de Anjou, un francés reinando sobre españoles tras una guerra larguísima que en puridad aún no había concluido (1701-1713).
En 1711, por tanto, estaba dispuesto a coger al vuelo todas las propuestas que contribuyesen a afianzar su imagen entre sus nuevos súbditos. Su confesor, el jesuita Pierre Robinet, le sugirió una: crear una Real Biblioteca con los fondos que el rey había traído de Francia (6.000 volúmenes), los acumulados por los Habsburgo (otros 2.000) y los incautados a los perdedores de la Guerra de Sucesión.
La gran osadía que Robinet defendió ante el monarca fue el carácter público de la biblioteca. En fin pública a la manera de 1711: cerrada a mujeres (no accedieron hasta 1837, la primera fue Antonia Gutiérrez Bueno, autora de un Diccionario histórico y biográfico de mujeres célebres) y menesterosos. Pública para estudiosos y eruditos de los círculos cortesanos.